“Vendo barato porque la gente es pobre y tiene que comer”
Por: Andrés Sebastián León.
Fotos: José Ignacio Cárdenas.
Especial para El Tiempo.
En “algún lugar de la Mancha” que no quiero recordar para que no caiga el SRI, espera Mama Suca: cabello cano, tez blanca, ojos tiernos y manos suaves.
Puntual, se levanta todos los días a las cinco de la mañana para preparar desayunos, almuerzos y meriendas. Desde hace doce años los vende a cincuenta centavos en su comedor: patio de diez por diez metros, piso de ladrillo y un silo en medio; es el espacio donde nace lo insólito, donde se encuentra cocina y comedor.
La cocina es una suerte de remiendos: mesas viejas y manchadas por el uso diario, una cocina industrial, dos estufas, tres tanques de gas; repisa llena de platos, cucharas y cucharones. Las ollas son grandes, desgastadas, y siempre contienen algo.
En el comedor contiguo hay tres mesas tan viejas como las de la cocina, cubiertas por manteles de plástico con detalles floridos; sillas no hay, solo bancas largas y uno que otro taburete.
Seis de la mañana; Cuenca está más fría que de costumbre. Empiezan a llegar los comensales al comedor de Mama Suca. El menú es arroz, melloco y salchichas; para beber, agua de hierba luisa. Quienes desayunan son albañiles, guardias y estibadores, gente que no se puede dar el “lujo” de costearse un desayuno de dólar.
- Empecé con los desayunos porque muchos se iban a trabajar sin comer nada en la mañana-
Queda claro que servir es su motivación para vender tan barato: en una sociedad de mercado donde lo único que interesa es ganar la mayor cantidad de dinero con el mínimo esfuerzo, parece ridículo que alguien venda almuerzos por medio dólar. Ella es la excepción porque entiende que el pan no es lujo de pocos, sino derecho de todos.
Ocho de la mañana; el comedor va quedando vacío, pero empiezan los preparativos para el almuerzo. Judith Beatriz Fajardo Jiménez, Mama Suca, no solo alimenta, también hospeda; su casa tiene cinco cuartos, donde se acomodan familias enteras, y personas como María, que ayuda en los almuerzos y meriendas.
Mama Suca es como el sol, todo gira en torno a ella, todos quieren estar cerca de ella, es la madre de todos los que viven cerca.
– Aquí el que llega ayuda- Es verdad; el que llega se pone a hacer algo, de esa manera se prepara el alimento diario. Y para hoy ya está pensado el menú: de entrada sopa de harina de arveja con papa, secundado por un arroz, ensalada, menestra de lentejas y guata.
La comida se cuece con paciencia; las ollas empiezan a hervir y María corta la col para la ensalada, mientras la Mama Suca pone un poco de color a la sopa, prepara el arroz y hierve la guata. Es como si poseyera cuatro manos ágiles, porque nada se le quema, nada se le pasa.
Un gallo con complejo de halcón, porque no quiere tocar el suelo, nos acompaña desde el techo mientras ella cuenta que el ser solidaria lo aprendió de su padre.
– Él siempre ayudaba a la gente, cuando viajábamos y encontraba alguien que no tenía qué comer, le daba algo, y cuando no había mucho, les daba su plato. Eso me fue quedando, así fui aprendiendo.- La nostalgia moja sus ojos, pero no hay tiempo para recuerdos, hay que seguir preparando el almuerzo.
El día va calentando y Mama Suca le queda tiempo para mimarnos: ha comprado bombones para todos. La comida está lista; el mediodía está por llegar y con él los que almuerzan a cincuenta centavos. Acá llegan parcheros, hippies y artesanos; son de varios países, pero en el ambiente los modismos de “che” y “parcero” predominan.
El comedor se llena, ya no hay espacio en las mesas y comen sentados en el suelo, junto al silo o en la cocina; eso no importa, están alegres y agradecidos, porque están comiendo, cosa que no siempre les pasa en otros lugares. Todos coinciden que en ningún lugar de esta América se puede comer tanto y tan barato como aquí.
Mario, un hippie colombiano de veinticinco años, está convencido que lo que pasa en este lugar es un milagro, un acto de caridad de un alma enorme.
Las sorpresas no acaban. Muchos de los comensales son vegetarianos y para remplazar la guata Mama Suca les fríe un huevo. – No se tienen que quedar con hambre solo porque no comen carne-. El amor se expresa en esos detalles que para la mayoría parecerían insignificantes, pero son esos gestos minúsculos los que hacen del mundo un lugar donde todavía se puede vivir, pero sobre todo que se lo puede cambiar.
Son las dos de la tarde y el lugar va quedando vacío: hay que volver a trabajar. Se acaban los almuerzos y Mama Suca empieza con las empanadas. Tiene sesenta y cinco años y se siente vieja, muy vieja, pero sus manos delatan lo contrario; la fuerza con que maneja masa y bolillo es como la de dos hombres; el cariño al poner el queso en la masa, envolverla y dar forma a las empanadas, solo lo hace una persona con espíritu recién parido y renovándose a cada instante.
– Con los desayunos, almuerzos y meriendas, alguna cosita se saca, me apoyo vendiendo las empanadas y chaulafán los fines de semana-
Como muchos de los que almuerzan en su comedor, hace malabares para sostener su economía, lo que dificulta aceptar el vender comida a cincuenta centavos invirtiendo madrugadas, trabajo de domingo a domingo y hasta las ocho de la noche, y con el reproche de sus hijas a cuestas.
Son casi las cuatro de la tarde. El cansancio se presenta como mal augurio y las empanadas recién fritas se ponen en una canasta de mimbre para ofrecerlas junto con chocolate o café.
Mama Suca se pone una chompa de lana, moja su cabello y sale. Caminamos hasta el punto de venta; hablamos, nostalgiamos.
Llega la hora de despedirse, retomar la vida cotidiana, esa que está llena de nada después de conocer a una mujer que enseña que otro mundo es posible, donde la riqueza no se mide por el capital sino por el amor en cada acto cotidiano para hacerlo justo, o, como hace ella, vendiendo comida a cincuenta centavos.
Publicado en El Tiempo