Por: Andrés Sebastián León
Muchos dicen que es un orgullo ser de la “Atenas del Ecuador”. Pero esta Atenas no tiene más canciones en su honor que la Chola cuencana y Por eso te quiero Cuenca. Cuando ya nadie se planteaba la posibilidad de algo nuevo, llega Renato Albornoz y compone una canción para su ciudad de mil aleros, de beatas con paso apurado rumbo a la iglesia.
Son las ocho de la noche y Cuenca está como siempre; camino hasta el restaurante La Viña, subo al segundo piso. Huele a pizza y pan de ajo, las paredes amarillas hacen juego con el color de las copas de vino que toman 11 gringos distribuidos en cinco mesas de madera tallada y lustrosa, ubicadas frente a un escenario lóbrego, donde está Renato y su guitarra.
Ha tocado ya cuatro canciones, la gente escucha atenta y es obvio que ha ganado unas groupies: cuatro señoras sentadas en la primera mesa, a la izquierda de él. No le quitan los ojos de encima, mucho menos sus corazones, que no deben estar tan arrugados como sus rostros.
Acaba de cantar, se siente la fuerza de los aplausos a pesar de la poca gente. Parece contento, se acerca a la mesa de las devotas seguidoras de esa noche para conversar; no lo hace por él, sino para que ellas sientan que lo noche es mágica. Pasa un rato corto, se despide afectuosamente, ya no hay mucho de qué hablar.
Saludamos. Nos sentamos en una mesa apartada para hablar en confianza: dos copas de vino, luz tenue y el olor a pizza y pan de ajo, atmósfera justa para hablar de música y una vida llena de hermosas y no tan hermosas historias.
Un gitano que trabajaba para la Coca-Cola, llamado Henry Gova, es a quien considera su maestro de guitarra. Se hospedó por casualidad en el hostal de su madre. –Pidió una habitación lejana del resto, que dé a la terraza, para no molestar a nadie, la mía estaba frente a la de él, yo lo veía con recelo tocar la guitarra porque me daba miedo. Un día se dio cuenta de mi gusto por la música y decidió enseñarme- El niño de nueve años al que le gustaba bailar con Beethoven y dormir abrazado a su guitarra, ya dominaba la técnica.
Son casi las diez de la noche. Dos copas de vino no alcanzan y vamos por dos más; suena un jazz profundo, de esos que solo se puede escuchar en vivo. Se acerca Jonathan, uno de los músicos del lugar, y pide que cante una vez más. Se levanta y lo hace de buena gana.
-Mi primera guitarra fue una Uyaguari, pero yo quería una Yamaha, porque ya sabes cómo somos de niños, siempre queremos las cosas que venden en las tiendas- Su mamá le compró la Yamaha, pero se sentía mal dejar a un lado a su Uyaguari, por eso decidió preferirla para las presentaciones importantes. Su guitarra actual es una Boggel; llevan juntos 14 años.
Con seguridad en su voz dice que la época en la que mejor toco, fue de los 14 a los 17 años, ahora ha ganado en composición y estilo.
En el escenario muestra confianza, sabe lo que hace, pero no se siente un músico completo –Sería ridículo pensar que ya soy un músico que lo sabe todo, los escritores nunca se siente completos, a mi me pasa lo mismo, todo el tiempo aprendo, tanto del ciego que toca la guitarra en La Merced, como de un músico de conservatorio- La lucidez de saber que la vida es un aprendizaje constante, lo ha hecho el maestro para muchos, de quienes también aprende.
Se acaba el show en La Viña. Renato tiene que huir, porque uno de sus amigos está ebrio y pesado. Para continuar la conversación sugiere que vayamos a tomar una cerveza artesanal en el bar de un amigo. Con su paso lento, como sugiriendo que la vida no tiene apuro de ser vivida, saluda con todo el mundo hasta llegar al bar; pedimos esas cervezas artesanales, toma un poco de la suya, y empieza hablar de música clásica mientras al fondo suena Saint Tropez, de Pink Floyd.
La noche se va poniendo terca por el frío, como nuestras cabezas, que pueden aguantar otra cerveza. Renato odia los concursos musicales, representan poner en competencia la esencia del músico – El talento no se mide ¡es de quien lo posee y de nadie más!- los reality shows da la impresión que le producen náusea, porque no muestran nada, solo significa plata y más plata.
La noche ya no solo es terca, también huraña: es casi la medianoche y como cenicientas queremos despedirnos de la conversación, pero no me deja ir sin antes decir: -La música es de las pocas cosas que quedan de la pureza de Dios ¡y somos parte de él por el sonido!-
Esta parece ser su única verdad, la única que quiere defender y que no quiere perder el hombre que nunca ha buscado fama, pero si la felicidad con la música.
Publicado en El Tiempo
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