Por: Andrés Sebastián León
Fotografías: David Larriva
Pero ¿ese viaje tiene que ser uno cualquiera, desgastado, que ya muchos lo han hecho? Creo que no. Cuando te des cuenta de aquello habrás respondido la primera pregunta, pues ya sabes qué hacer, es un viaje diferente a cualquier otro, porque en el viaje incierto, con el vértigo de lo nuevo, está lo interesante, lo que espanta demonios y te acerca a tu espíritu, el que estaba dormido en el desgaste de lo cotidiano. Así nació el recorrer a pie el tren más peligroso del mundo, acompañado de David Larriva, su prominente panza de 21 años, una carpa, mochilas, comida, linterna, navaja, reverbero y mucha ilusión.
07:30. Alausí despierta con el sol pegando en las paredes viejas de adobe, el frío muere de a poco, nos empuja a empezar el viaje. Viernes ocho de agosto, partimos desde la estación “Alausí”, la más importante de toda la ruta, la que no ha dejado de funcionar desde su creación en 1905. El edificio, al que no le queda nada de republicano, desentona con su entorno de casas antiguas, con los tapices de colores tierra que crean los sembríos en la montaña, pues desde su remodelación ya no tiene más que cemento, acero y mamparas de vidrio. – Está bien para los gringos la estación, les parece cómoda, les gusta que vendan artesanías – dice don Mario, hombre que vive junto a la línea del tren por más de 25 años atendiendo una tienda destartalada, que tiene más identidad con el lugar que toda la estación.
Al final no importa mucho la estación, sino la línea del tren, que se muestra dura pero posible de caminar, con durmientes separados entre sí por cincuenta centímetros, guías de acero oxidado por el paso del tiempo, y ripio regado. Esto veríamos durante todo el viaje, así que hay que acostumbrarse, y fue fácil, pues sabemos que nos guiaría, de alguna manera nos cuidaría.
Rumbo a Tixán
A quince kilómetros de Alausí nos espera la estación Tixán. El sol acompaña el paisaje de la sierra ecuatoriana que regala cordilleras de picos irregulares, sembríos de maíz extensos, árboles llenos de años que contagian su energía, olor a tierra mojada por la lluvia del día anterior, la gente más linda del mundo que trabaja esa misma tierra, la que al vernos pasar ofrece lo que tiene: un plato de comida o una sonrisa. Logramos mimetizarnos, congeniar con la sierra, porque somos de ella, pero nos advierte que solo somos humanos, que su bondad es lo que nos hará aguantar lo que sea.
Llegar a Tixán nos toma cruzar catorce puentes, descansar tres veces y fumar seis tabacos durante cuatro horas. La estación es vieja – Acá no llegó la remodelación- comenta Xavier Naula, hombre que vivió de la agricultura hasta que le propusieron, hace 15 años, ser guardián de la estación para que no roben las pocas cosas que hay en ella.
Manos duras, piel cocida y facciones marcadas, don Xavier revive un poco la historia del lugar como la gruta de la virgen de Tixán –Hicieron un hueco en la loma para que la virgencita no se dañe- dice con la autoridad de quien la cuida durante las largas noches que tiene que dormir en la estación. Con ojos sinceros y contentos de ver a dos jóvenes que se atreven a caminar por la vía del tren, se despide con una advertencia: no dormir en el desierto.
La siguiente estación, situada a 15 kilómetros de Tixán, es Palmira, separada por un desierto. La masiva plantación de pinos de los noventa cambió el aspecto del lugar, la mezcla del inmenso arenal con árboles que oscilan entre los tres y diez metros nos dejan recorrer dos mundos, el de la aridez y la abundancia. El clima se enfría cada vez más, la arenisca molesta los ojos, son las cinco de la tarde y es necesario ponerse chompa gruesa, guantes, gorro y bufanda.
La noche, el frío
Llega la noche, la estación se siente lejos y el cansancio de caminar tantas horas flaquean las piernas; la mochila se siente más pesada y el miedo a la noche nos ronda la cabeza. David aconseja acampar, pero mi deseo de superar la dureza del lugar es más testarudo, quedarse no es una opción. La noche espesa y el frío agudiza, es momento de prender linternas para alumbrar la línea del tren, que se muestra noble a pesar de las condiciones.
Caminar en la noche puede ser de espanto, pero en realidad te enfrenta contigo mismo, fortalece tus cualidades, agudiza tus sentidos, te deja descubrir que eres mejor de lo que pensabas, porque te reta el llegar al destino. Así es como vemos en la oscuridad: una luz que se proyecta en el cielo cargado de neblina, un resplandor que nos dice que estamos cerca, que casi llegamos. Pero lo que parece ser un refugio de mucha claridad se muestra más como un claustro.
La estación Palmira está rodeada por un caserío triste, el polvo opaca lo ya oscurecido por el tiempo, la poca gente despierta a esa hora, se muestra recelosa de ver a dos locos que llegan a las nueve de la noche caminando por las vías del tren, porque acá lo único que llega de manera habitual es la señal del celular y la de TV.
Explicamos nuestra situación. Dos niños de aspecto débil dicen que el presidente del caserío nos puede alojar en la casa comunal, pero no se encuentra en el pueblo – Si quieren pueden dormir en una casi abandonada ¡pero eso si! tiene piso de tierra – fue la oferta “cinco estrellas” para vencer al frío y al cansancio.
Llegamos a la casa abandonada. Tiene dos cuartos separados por una tabla y el prometido piso de tierra. Armamos la carpa, comemos un sándwich de atún, fumamos cada uno un cigarrillo y nos disponemos a dormir con la alegría de saber que estamos en el lugar correcto, que el cansancio de tantas horas de caminata, once en total, vale cada uno de sus segundos. Es como pagar derecho de piso por tan hermoso viaje, por responder tantas preguntas.
Sábado nueve de agosto. Despertamos a las ocho y treinta, tarde para otro día de camino. El desayuno es dos huevos duros, galletas y mermelada. Con la luz del día, Palmira se muestra más amigable; ya no el lugar de espanto de la noche anterior. Llenos de energía para continuar el viaje desplantamos la carpa, guardamos las cosas, empezamos a caminar hacia Guamote. Pero se aproxima una señora y pregunta lo mismo que nos preguntarían desde ese momento todas las personas que conoceríamos en el viaje: ¿Por qué caminar para conocer el país? Siempre respondimos ¿Y por qué no?
Si en caminar está lo interesante, es porque solo a pie valoras la intensidad de cada paisaje, olor, sabor. El ritmo que marcan tus pasos permite revivir lo que estaba olvidado en tu cabeza; la paz que tanto buscas no está en un vehículo de ruedas, sino en el esfuerzo que cada músculo de tu cuerpo pone para continuar, motivando el paso siguiente, hasta llegar a donde quieras llegar.
Nos despedimos de la señora que intentó cuestionarnos el proyecto, agarramos las mochilas, empezamos el segundo día de camino, convencidos de que será mejor que el anterior. Colta, La Balbanera, El Tren del Hielo, la Avenida de los Volcanes serán más que un presagio. Serán una realidad perdida en los Andes, un tesoro que se lo descubre a pie y sin una agenda turística formal.
Publicado en diario El Tiempo, edición del 1/12/2013
Llegamos a la casa abandonada. Tiene dos cuartos separados por una tabla y el prometido piso de tierra. Armamos la carpa, comemos un sándwich de atún, fumamos cada uno un cigarrillo y nos disponemos a dormir con la alegría de saber que estamos en el lugar correcto, que el cansancio de tantas horas de caminata, once en total, vale cada uno de sus segundos. Es como pagar derecho de piso por tan hermoso viaje, por responder tantas preguntas.
Sábado nueve de agosto. Despertamos a las ocho y treinta, tarde para otro día de camino. El desayuno es dos huevos duros, galletas y mermelada. Con la luz del día, Palmira se muestra más amigable; ya no el lugar de espanto de la noche anterior. Llenos de energía para continuar el viaje desplantamos la carpa, guardamos las cosas, empezamos a caminar hacia Guamote. Pero se aproxima una señora y pregunta lo mismo que nos preguntarían desde ese momento todas las personas que conoceríamos en el viaje: ¿Por qué caminar para conocer el país? Siempre respondimos ¿Y por qué no?
Si en caminar está lo interesante, es porque solo a pie valoras la intensidad de cada paisaje, olor, sabor. El ritmo que marcan tus pasos permite revivir lo que estaba olvidado en tu cabeza; la paz que tanto buscas no está en un vehículo de ruedas, sino en el esfuerzo que cada músculo de tu cuerpo pone para continuar, motivando el paso siguiente, hasta llegar a donde quieras llegar.
Nos despedimos de la señora que intentó cuestionarnos el proyecto, agarramos las mochilas, empezamos el segundo día de camino, convencidos de que será mejor que el anterior. Colta, La Balbanera, El Tren del Hielo, la Avenida de los Volcanes serán más que un presagio. Serán una realidad perdida en los Andes, un tesoro que se lo descubre a pie y sin una agenda turística formal.
Publicado en diario El Tiempo, edición del 1/12/2013