martes, 7 de enero de 2014

Caminar el tren.


Por: Andrés Sebastián León

Fotografías: David Larriva




Cuando todo parece agotado y te han quitado hasta la esperanza, debes preguntarte si todavía queda algo por hacer, descubrir o simplemente imaginar. Viajar parece la mejor opción para responder esas preguntas.


Pero ¿ese viaje tiene que ser uno cualquiera, desgastado, que ya muchos lo han hecho? Creo que no. Cuando te des cuenta de aquello habrás respondido la primera pregunta, pues ya sabes qué hacer, es un viaje diferente a cualquier otro, porque en el viaje incierto, con el vértigo de lo nuevo, está lo interesante, lo que espanta demonios y te acerca a tu espíritu, el que estaba dormido en el desgaste de lo cotidiano. Así nació el recorrer a pie el tren más peligroso del mundo, acompañado de David Larriva, su prominente panza de 21 años, una carpa, mochilas, comida, linterna, navaja, reverbero y mucha ilusión.

07:30. Alausí despierta con el sol pegando en las paredes viejas de adobe, el frío muere de a poco, nos empuja a empezar el viaje. Viernes ocho de agosto, partimos desde la estación “Alausí”, la más importante de toda la ruta, la que no ha dejado de funcionar desde su creación en 1905. El edificio, al que no le queda nada de republicano, desentona con su entorno de casas antiguas, con los tapices de colores tierra que crean los sembríos en la montaña, pues desde su remodelación ya no tiene más que cemento, acero y mamparas de vidrio. – Está bien para los gringos la estación, les parece cómoda, les gusta que vendan artesanías – dice don Mario, hombre que vive junto a la línea del tren por más de 25 años atendiendo una tienda destartalada, que tiene más identidad con el lugar que toda la estación. 


Al final no importa mucho la estación, sino la línea del tren, que se muestra dura pero posible de caminar, con durmientes separados entre sí por cincuenta centímetros, guías de acero oxidado por el paso del tiempo, y ripio regado. Esto veríamos durante todo el viaje, así que hay que acostumbrarse, y fue fácil, pues sabemos que nos guiaría, de alguna manera nos cuidaría.

Rumbo a Tixán

A quince kilómetros de Alausí nos espera la estación Tixán. El sol acompaña el paisaje de la sierra ecuatoriana que regala cordilleras de picos irregulares, sembríos de maíz extensos, árboles llenos de años que contagian su energía, olor a tierra mojada por la lluvia del día anterior, la gente más linda del mundo que trabaja esa misma tierra, la que al vernos pasar ofrece lo que tiene: un plato de comida o una sonrisa. Logramos mimetizarnos, congeniar con la sierra, porque somos de ella, pero nos advierte que solo somos humanos, que su bondad es lo que nos hará aguantar lo que sea.

Llegar a Tixán nos toma cruzar catorce puentes, descansar tres veces y fumar seis tabacos durante cuatro horas. La estación es vieja – Acá no llegó la remodelación- comenta Xavier Naula, hombre que vivió de la agricultura hasta que le propusieron, hace 15 años, ser guardián de la estación para que no roben las pocas cosas que hay en ella.
 
Manos duras, piel cocida y facciones marcadas, don Xavier revive un poco la historia del lugar como la gruta de la virgen de Tixán –Hicieron un hueco en la loma para que la virgencita no se dañe- dice con la autoridad de quien la cuida durante las largas noches que tiene que dormir en la estación. Con ojos sinceros y contentos de ver a dos jóvenes que se atreven a caminar por la vía del tren, se despide con una advertencia: no dormir en el desierto. 

La siguiente estación, situada a 15 kilómetros de Tixán, es Palmira, separada por un desierto. La masiva plantación de pinos de los noventa cambió el aspecto del lugar, la mezcla del inmenso arenal con árboles que oscilan entre los tres y diez metros nos dejan recorrer dos mundos, el de la aridez y la abundancia. El clima se enfría cada vez más, la arenisca molesta los ojos, son las cinco de la tarde y es necesario ponerse chompa gruesa, guantes, gorro y bufanda.


La noche, el frío

Llega la noche, la estación se siente lejos y el cansancio de caminar tantas horas flaquean las piernas; la mochila se siente más pesada y el miedo a la noche nos ronda la cabeza. David aconseja acampar, pero mi deseo de superar la dureza del lugar es más testarudo, quedarse no es una opción. La noche espesa y el frío agudiza, es momento de prender linternas para alumbrar la línea del tren, que se muestra noble a pesar de las condiciones.

Caminar en la noche puede ser de espanto, pero en realidad te enfrenta contigo mismo, fortalece tus cualidades, agudiza tus sentidos, te deja descubrir que eres mejor de lo que pensabas, porque te reta el llegar al destino. Así es como vemos en la oscuridad: una luz que se proyecta en el cielo cargado de neblina, un resplandor que nos dice que estamos cerca, que casi llegamos. Pero lo que parece ser un refugio de mucha claridad se muestra más como un claustro.

La estación Palmira está rodeada por un caserío triste, el polvo opaca lo ya oscurecido por el tiempo, la poca gente despierta a esa hora, se muestra recelosa de ver a dos locos que llegan a las nueve de la noche caminando por las vías del tren, porque acá lo único que llega de manera habitual es la señal del celular y la de TV.
 
Explicamos nuestra situación. Dos niños de aspecto débil dicen que el presidente del caserío nos puede alojar en la casa comunal, pero no se encuentra en el pueblo – Si quieren pueden dormir en una casi abandonada ¡pero eso si! tiene piso de tierra – fue la oferta “cinco estrellas” para vencer al frío y al cansancio.

Llegamos a la casa abandonada. Tiene dos cuartos separados por una tabla y el prometido piso de tierra. Armamos la carpa, comemos un sándwich de atún, fumamos cada uno un cigarrillo y nos disponemos a dormir con la alegría de saber que estamos en el lugar correcto, que el cansancio de tantas horas de caminata, once en total, vale cada uno de sus segundos. Es como pagar derecho de piso por tan hermoso viaje, por responder tantas preguntas.

Sábado nueve de agosto. Despertamos a las ocho y treinta, tarde para otro día de camino. El desayuno es dos huevos duros, galletas y mermelada. Con la luz del día, Palmira se muestra más amigable; ya no el lugar de espanto de la noche anterior. Llenos de energía para continuar el viaje desplantamos la carpa, guardamos las cosas, empezamos a caminar hacia Guamote. Pero se aproxima una señora y pregunta lo mismo que nos preguntarían desde ese momento todas las personas que conoceríamos en el viaje: ¿Por qué caminar para conocer el país? Siempre respondimos ¿Y por qué no?

Si en caminar está lo interesante, es porque solo a pie valoras la intensidad de cada paisaje, olor, sabor. El ritmo que marcan tus pasos permite revivir lo que estaba olvidado en tu cabeza; la paz que tanto buscas no está en un vehículo de ruedas, sino en el esfuerzo que cada músculo de tu cuerpo pone para continuar, motivando el paso siguiente, hasta llegar a donde quieras llegar.


Nos despedimos de la señora que intentó cuestionarnos el proyecto, agarramos las mochilas, empezamos el segundo día de camino, convencidos de que será mejor que el anterior. Colta, La Balbanera, El Tren del Hielo, la Avenida de los Volcanes serán más que un presagio. Serán una realidad perdida en los Andes, un tesoro que se lo descubre a pie y sin una agenda turística formal.




Publicado en diario El Tiempo, edición del 1/12/2013

lunes, 6 de enero de 2014

Renato Albornoz, un cuencano que canta a su ciudad.


Por: Andrés Sebastián León


Fotografías: José Ignacio Cárdenas


Muchos dicen que es un orgullo ser de la “Atenas del Ecuador”. Pero esta Atenas no tiene más canciones en su honor que la Chola cuencana y Por eso te quiero Cuenca. Cuando ya nadie se planteaba la posibilidad de algo nuevo, llega Renato Albornoz y compone una canción para su ciudad de mil aleros, de beatas con paso apurado rumbo a la iglesia.        

Son las ocho de la noche y Cuenca está como siempre; camino hasta el restaurante La Viña, subo al segundo piso. Huele a pizza y pan de ajo, las paredes amarillas hacen juego con el color de las copas de vino que toman 11 gringos distribuidos en cinco mesas de madera tallada y lustrosa, ubicadas frente a un escenario lóbrego, donde está Renato y su guitarra.


Ha tocado ya cuatro canciones, la gente escucha atenta y es obvio que ha ganado unas groupies: cuatro señoras sentadas en la primera mesa, a la izquierda de él. No le quitan los ojos de encima, mucho menos sus corazones, que no deben estar tan arrugados como sus rostros.

Acaba de cantar, se siente la fuerza de los aplausos a pesar de la poca gente. Parece contento, se acerca a la mesa de las devotas seguidoras de esa noche para conversar; no lo hace por él, sino para que ellas sientan que lo noche es mágica. Pasa un rato corto, se despide afectuosamente, ya no hay mucho de qué hablar.

Saludamos. Nos sentamos en una mesa apartada para hablar en confianza: dos copas de vino, luz tenue y el olor a pizza y pan de ajo, atmósfera justa para hablar de música y una vida llena de hermosas y no tan hermosas historias.

“Renato Albornoz Moreno, Cantautor, compositor, guitarrista, productor musical, nació en Cuenca Ecuador el 23 de agosto de 1966”, dice la infaltable Wikipedia. Pero lo que no sostiene es que empezó a tocar a los ocho años, que aprendió con  una guitarra que había comprado su madre para ella, pero él la superó en nueve meses, dejándole la única opción de regalarsela a ese hijo aventajado para que siga el camino que nunca abandonará, el de la música.


Un gitano que trabajaba para la Coca-Cola, llamado Henry Gova, es a quien considera  su maestro de guitarra. Se hospedó por casualidad en el hostal de su madre. –Pidió una habitación lejana del resto, que dé a la terraza, para no molestar a nadie, la mía estaba frente a la de él, yo lo veía con recelo tocar la guitarra porque me daba miedo. Un día se dio cuenta de mi gusto por la música y decidió enseñarme- El niño de nueve años al que le gustaba bailar con Beethoven y dormir abrazado a su guitarra, ya dominaba la técnica.
Son casi las diez de la noche. Dos copas de vino no alcanzan y vamos por dos más; suena un jazz profundo, de esos que solo se puede escuchar en vivo. Se acerca Jonathan, uno de los músicos del lugar, y pide que cante una vez más. Se levanta y lo hace de buena gana.

Renato tiene las manos pequeñas, dedos regordetes: no son las de un guitarrista,  – Son de albañil, sirven para cualquier otra cosa, no son para guitarra- Pero a la guitarra parece no importarle dejarse tocar por esas manos; vibra, se magnifica, se siente a buen resguardo.




-Mi primera guitarra fue una Uyaguari, pero yo quería una Yamaha, porque ya sabes cómo somos de niños, siempre queremos las cosas que venden en las tiendas- Su mamá le compró la Yamaha, pero se sentía mal dejar a un lado a su Uyaguari, por eso decidió preferirla para las presentaciones importantes. Su guitarra actual es una Boggel; llevan juntos 14 años.
Con seguridad en su voz dice que la época en la que mejor toco, fue de los 14 a los 17 años,  ahora ha ganado en composición y estilo.

En el escenario muestra confianza, sabe lo que hace, pero no se siente un músico completo –Sería ridículo pensar que ya soy un músico que lo sabe todo, los escritores nunca se siente completos, a mi me pasa lo mismo, todo el tiempo aprendo, tanto del ciego que toca la guitarra en La Merced, como de un músico de conservatorio- La lucidez de saber que la vida es un aprendizaje constante, lo ha hecho el maestro para muchos, de quienes también aprende.

Se acaba el show en La Viña. Renato tiene que huir, porque uno de sus amigos está ebrio y pesado. Para continuar la conversación sugiere que vayamos a tomar una cerveza artesanal en el bar de un amigo. Con su paso lento, como sugiriendo que la vida no tiene apuro de ser vivida, saluda con todo el mundo hasta llegar al bar; pedimos esas cervezas artesanales, toma un poco de la suya, y empieza hablar de música clásica mientras al fondo suena Saint Tropez, de Pink Floyd.

Una persona que sabe tanto de música clásica, es obvio que valore el sentido de la estética – Eso no se gana así no más, no se enseña, es trabajo diario, ganas, amor al arte, el querer estar un poco más cerca de Dios- Su pasión por lo bien hecho lo llevó a escribir “Mil aleros”, su canción más popular. Esta significa mucho para los cuencanos, pero para Renato es la niñez que vivió junto a su abuelo, el hombre que le cuidaba después de asistir a clases, el que le enseñó a fabricar barquitos de papel para una cuneta de Cuenca, llevando un mensaje a su madre, a quien extrañaba mucho después de las horas de escuela.

La noche se va poniendo terca por el frío, como nuestras cabezas, que pueden aguantar otra cerveza. Renato odia los concursos musicales, representan poner en competencia la esencia del músico – El talento no se mide ¡es de quien lo posee y de nadie más!- los reality shows da la impresión que le producen náusea, porque no muestran nada, solo significa plata y más plata.

La noche ya no solo es terca, también huraña: es casi la medianoche y como cenicientas queremos despedirnos de la conversación,  pero no me deja ir sin antes decir: -La música es de las pocas cosas que quedan de la pureza de Dios ¡y somos parte de él por el sonido!-
Esta parece ser su única verdad, la única que quiere defender y que no quiere perder el hombre que nunca ha buscado fama, pero si la felicidad con la música.

Publicado en El Tiempo

Así despierta la Feria Libre a la Navidad

“Comenzamos a trabajar a la hora del pobre”


Por: Andrés Sebastián León

Fotografías: José Ignacio Cárdenas



04:00 El olor a ropa nueva se mezcla con el del asfalto mojado. Hay viento y mucho frío.
Los estibadores transforman sus carretillas en bólidos y los pasillos angostos en autopistas: llevan y traen mercadería de una manera frenética, ganándole cada minuto a la madrugada; cobran un dólar por cada carga. Un hombre acompañado por un niño que parece su hijo, vende café con sándwiches de mortadela y queso.
Los que han pasado la noche en la plaza de la Feria Libre cuidando sus puestos se levantan para acomodar sus productos en lo que hasta ese momento fueron sus camas: André Breton, poeta y ensayista francés, afirma que los latinoamericanos no necesitamos inventar el surrealismo, porque lo vivimos a diario. Este, el de la plaza, es un surrealismo, hecho de dignidad.
Desde el 14 de diciembre, mil seiscientos puestos de comercio distribuidos en dieciocho asociaciones funcionan en la Feria Libre por Navidad. Se promedia que tres personas atienden por local, es decir, cuatro mil ochocientas personas no tendrán una Noche Buena de abrazos y congregación.
“La navidad para nosotros  es nostalgia, es tristeza”
Absorto, ajeno a toda la bulla que lo rodea, Wilmo Ordóñez anuncia por un altoparlante sus productos. Lleva puesto zapatos Adidas, calentador y chompa gruesa. Desde que tiene 32 años vende ropa deportiva  en la plaza, con su esposa. Para él Navidad no significa el nacimiento del niño Jesús o una bonita cena con la familia, es el momento de vender, ganar dinero, recuperar la inversión de todo el año trabajando duro -y si es posible, con la ayuda de Dios-
Como queriendo disimular el frío, hace chistes por el altoparlante -¡Venga venga, que la Navidad ya está aquí, el año viejo un poquito más allá, y el  año nuevo muuuuy lejitos!- Es optimista, no tiene el derecho para quejarse  de su trabajo, le va bien, pero si lo preocupa su vejez: tiene 52 años y asegura que las fuerzas no son las de antes: -madrugar a está edad, ya no es como a los treinta-.

5:30. La oscuridad de la madrugada ya no es tan espesa, se dejan ver de a poquito las primeras nubes del día y la luz de los faroles ya no sirven de mucho. Las personas que compran al pormayor se agolpan en los puestos.
Llevan libretas en las que anotan precios, buscan mejores ofertas. Si alguna vez sintió que era bueno para regatear, debe venir a esta hora a la plaza para ver a los maestros actuar. Wilmo no se estresa con el ir y venir de la gente, no se molesta con explicar una y otra vez los precios, mantiene la buena vibra que contagia al resto de vecinos; pero su expresión alegre, de ojos contentos, se desvanece momentáneamente cuando piensa en la Noche Buena.
Añora los días en los que podía pasar con su esposa e hijos sentados en una mesa compartiendo la cena. Ha pasado veinte navidades en su negocio, pero no está en el lugar equivocado, su trabajo ha permitido que sus hijos sean profesionales. Ahora tienen sus propias familias, que los visitan a él y su esposa   el veinticuatro, aunque sea un ratito, para desearles una linda Navidad.   


06:00 Cuenca despierta como todos los días; sus habitantes, a 2.540 metros más cerca del cielo, no se dan por enterados que tiene una plaza en la que  sus visitantes caminan rápido y muy atentos. Ruth Farfán,  presidenta de la asociación Patria Nueva, vende ropa para bebé desde hace tres años en su puesto de seis por seis metros
-A estas horas vienen más los mayoristas, los que venden en el centro-. Entre risas cuenta que no solo vende a los mayoristas, sino que también atiende emergencias - como vendo ropa de bebé, un día vino un señor a las once de la noche a pedir que le venda una parada, porque no tenía con que vestir a su hijo recién nacido- Estas situaciones le alegran un poco los días, pero nada más, sus ojos están tristes, aparentan tener diez años más de lo que en realidad tienen.
06:30 El cielo está anaranjado, los faros y focos se apagan, se escuchan villancicos por todos lados, el altoparlante de Wilmo no ha dejado de sonar. Los estibadores se dan un descanso para  desayunar, pero uno de ellos no deja de trabajar.

Sus facciones, las del estibador, son marcadas, manos gruesas, aparentan unos 60 años; viste pantalón de tela, una camisa blanca que ya está en hilos y un saco de lana roto. Lleva en su coche una carga dos veces más alta que él. Con la fuerza de dos jóvenes empuja y empuja, no se deja ganar por el peso, sabe que tiene que  seguir para poder ganar.
¿Ganar qué? ¿Una linda Navidad? ¿Cómo es una linda Navidad? ¿Una llena de regalos y un gran pavo? ¿O una trabajando hasta la medianoche del veinticuatro? El no lo sabe, como todos los que trabajan en la plaza, no tiene opción de elegir como será su navidad, lo que si eligió, fue trabajar para que otros podamos escoger cómo queremos pasar la nuestra.  
Publicado en El Tiempo



martes, 31 de diciembre de 2013

El comedor de Mama Suca


“Vendo barato porque la gente es pobre y tiene que comer”
Por: Andrés Sebastián León.
Fotos: José Ignacio Cárdenas.
Especial para El Tiempo.

En “algún lugar de la Mancha” que no quiero recordar para que no caiga el SRI, espera Mama Suca: cabello cano, tez blanca, ojos tiernos y manos suaves.


Puntual, se levanta todos los días a las cinco de la mañana para preparar desayunos, almuerzos y meriendas. Desde hace doce años los vende a cincuenta centavos en su comedor: patio de diez por diez metros, piso de ladrillo y un silo en medio; es el espacio donde nace lo insólito, donde se encuentra cocina y comedor.
La cocina es una suerte de remiendos: mesas viejas y manchadas por el uso diario, una cocina industrial, dos estufas, tres tanques de gas; repisa llena de platos, cucharas y cucharones. Las ollas son grandes, desgastadas, y siempre contienen algo.
En el comedor contiguo hay tres mesas tan viejas como las de la cocina, cubiertas por manteles de plástico con detalles floridos; sillas no hay, solo bancas largas y uno que otro taburete.
Seis de la mañana; Cuenca está más fría que de costumbre. Empiezan a llegar los comensales al comedor de Mama Suca. El menú es arroz, melloco y salchichas; para beber, agua de hierba luisa. Quienes desayunan son albañiles, guardias y estibadores, gente que no se puede dar el “lujo” de costearse un desayuno de dólar.
- Empecé con los desayunos porque muchos se iban a trabajar sin comer nada en la mañana-
Queda claro que servir es su motivación para vender tan barato: en una sociedad de mercado donde lo único que interesa es ganar la mayor cantidad de dinero con el mínimo esfuerzo, parece ridículo que alguien venda almuerzos por medio dólar. Ella es la excepción porque entiende que el pan no es lujo de pocos, sino derecho de todos.
Ocho de la mañana; el comedor va quedando vacío, pero empiezan los preparativos para el almuerzo. Judith Beatriz Fajardo Jiménez, Mama Suca, no solo alimenta, también hospeda; su casa tiene cinco cuartos, donde se acomodan familias enteras, y personas como María, que ayuda en los almuerzos y meriendas.
Mama Suca es como el sol, todo gira en torno a ella, todos quieren estar cerca de ella, es la madre de todos los que viven cerca.
– Aquí el que llega ayuda- Es verdad; el que llega se pone a hacer algo, de esa manera se prepara el alimento diario. Y para hoy ya está pensado el menú: de entrada sopa de harina de arveja con papa, secundado por un arroz, ensalada, menestra de lentejas y guata.
La comida se cuece con paciencia; las ollas empiezan a hervir y María corta la col para la ensalada, mientras la Mama Suca pone un poco de color a la sopa, prepara el arroz y hierve la guata. Es como si poseyera cuatro manos ágiles, porque nada se le quema, nada se le pasa.
Un gallo con complejo de halcón, porque no quiere tocar el suelo, nos acompaña desde el techo mientras ella cuenta que el ser solidaria lo aprendió de su padre.
– Él siempre ayudaba a la gente, cuando viajábamos y encontraba alguien que no tenía qué comer, le daba algo, y cuando no había mucho, les daba su plato. Eso me fue quedando, así fui aprendiendo.- La nostalgia moja sus ojos, pero no hay tiempo para recuerdos, hay que seguir preparando el almuerzo.
El día va calentando y Mama Suca le queda tiempo para mimarnos: ha comprado bombones para todos. La comida está lista; el mediodía está por llegar y con él los que almuerzan a cincuenta centavos. Acá llegan parcheros, hippies y artesanos;  son de varios países, pero  en el ambiente los modismos de “che” y “parcero” predominan.
El comedor se llena, ya no hay espacio en las mesas y comen sentados en el suelo, junto al silo o en la cocina; eso no importa, están alegres y agradecidos, porque están comiendo, cosa que no siempre les pasa en otros lugares. Todos coinciden  que en ningún lugar de esta América se puede comer tanto y tan barato como aquí.
Mario, un hippie colombiano de veinticinco años, está convencido que lo que pasa en este lugar es un milagro, un acto de caridad de un alma enorme.
Las sorpresas no acaban. Muchos de los comensales son vegetarianos y para remplazar la guata Mama Suca les fríe un huevo. – No se tienen que quedar con hambre solo porque no comen carne-. El amor se expresa en esos detalles que para la mayoría parecerían insignificantes, pero son esos gestos minúsculos los que hacen del mundo un lugar donde todavía se puede vivir, pero sobre todo que se lo puede cambiar.
Son las dos de la tarde y el lugar va quedando vacío: hay que volver a trabajar. Se acaban los almuerzos y Mama Suca empieza con las empanadas. Tiene sesenta y cinco años y se siente vieja, muy vieja, pero sus manos delatan lo contrario; la fuerza con que maneja masa y bolillo es como la de dos hombres; el cariño al poner el queso en la masa, envolverla y dar forma a las empanadas, solo lo hace una persona con espíritu recién parido y renovándose a cada instante.
Con los desayunos, almuerzos y meriendas, alguna cosita se saca, me apoyo vendiendo las empanadas y chaulafán los fines de semana-  
Como muchos de los que almuerzan en su comedor, hace malabares para sostener su economía, lo que dificulta aceptar el vender comida a cincuenta centavos invirtiendo madrugadas, trabajo de domingo a domingo y hasta las ocho de la noche, y con el reproche de sus hijas a cuestas.
Son casi las cuatro de la tarde. El cansancio se presenta como mal augurio y las empanadas recién fritas se ponen en una canasta de mimbre para ofrecerlas junto con chocolate o café.
Mama Suca se pone una chompa de lana, moja su cabello y sale. Caminamos hasta el punto de venta;  hablamos, nostalgiamos.


Llega la hora de despedirse, retomar la vida cotidiana, esa que está llena de nada después de conocer a una mujer que enseña que otro mundo es posible, donde la riqueza no se mide por el capital sino por el amor en cada acto cotidiano para hacerlo justo, o,  como hace ella, vendiendo comida a cincuenta centavos.

Publicado en El Tiempo